Ante un tribunal inglés se dirime una demanda por apropiación indebida contra Dan Brown, el autor de El código Da Vinci, novela de éxito mundial y cima del esoterismo pueblerino. Los demandantes alegan que hace años ellos ya habían lanzado la especie de que Jesucristo y María Magdalena eran pareja de hecho y con prole, teoría que ahora constituye el meollo argumental de la obra en litigio.
Al parecer, los demandantes no acusan a Dan Brown de plagio, ya que plagio, en rigor, no existe. Y no creo que basen su reclamación en el aspecto teórico del asunto, porque a estas alturas Jesucristo y María Magdalena están libres de derechos. Sobre él se ha escrito una barbaridad; sobre María Magdalena no tanto, pero también mucho, porque en los evangelios hace una aparición breve, pero tan sugerente que ha provocado infinidad de especulaciones desde los mismos albores del cristianismo. El encuentro matutino y post mortem de los dos en un jardín solitario es un episodio de exacerbado romanticismo que, por añadidura, plantea insondables enigmas religiosos, en la medida en que sugiere una relación profunda que no tiene que ser forzosamente matrimonial, aunque está cargada de erotismo o, al menos, de emoción y afecto.
De modo que en estos dos terrenos los demandantes llevan las de perder. Ahora bien, en el terreno de las chorradas no hay duda de que les asiste la razón, y eso es, en definitiva, lo que el libro ofrece. Bien es verdad que corresponde al demandado el mérito de haber construido, con la presunta apropiación, un libro entero sobre la base de presuponer al lector un nivel de simpleza e ignorancia abismal, y un deseo genuino de asimilar tópicos y necedades sobre la Iglesia, el arte y la historia, explicados a bebés. Por supuesto, hacer accesibles a los tontos los misterios de la religión y la cultura es un insulto a la religión, a la cultura y a los tontos, pero por lo visto vende bien. Y ahí sí que hay apropiación. Claro que a esto se puede responder citando otro best-seller: al principio de Ana Karénina, Tolstói dice que todas las familias felices son iguales y cada familia infeliz lo es a su modo; con las novelas ocurre lo contrario: todas las buenas son distintas entre sí, pero las malas se parecen muchísimo.
Eduardo Mendoza - 6 de marzo de 2006 (EL PAÍS)
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